Blogs La Razón | Por José Francisco Sigüenza |
Hace ya casi 58 años que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobó su Declaración de los Derechos del Niño. Por aquel entonces se trataba de un decálogo en cuyo principio décimo se decía que “El niño debe ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole” y en el séptimo que “El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación”.
Cuarenta años después de esta Declaración aparece un tratado que hasta la fecha es el mayor ratificado de la historia de la ONU (actualmente por 192 países), se trata de la Convención sobre los Derechos del Niño, mucho más amplia, y que supone un avance cualitativo respecto a la anterior Declaración, obligando a los estados firmantes a garantizar su cumplimiento. En ella, se vuelve a insistir en que la consideración primordial a la que han de atenerse las instituciones, en las medidas que se adopten concernientes a los menores, es la del interés superior del niño. Así mismo, en su artículo 12, se dice que “Los Estados Partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio”.
Ambos escritos ponen el acento en la responsabilidad que tienen padres y tutores a la hora de que estos derechos se hagan efectivos.
Vivimos en una sociedad que, en apariencia, impulsa a proteger al máximo a nuestros hijos preocupándose tremendamente por aspectos como la privacidad de nuestros menores, preservar su legado cibernético, que pixela rostros y esconde caras. Pero vivimos también en una sociedad que no duda en usarlos como reclamos publicitarios, como escudos humanos en manifestaciones y, lo que es más grave, en negarles la posibilidad de alcanzar, a través de una educación de calidad y sin sesgos ideológicos, un verdadero juicio crítico.
Las imágenes terribles de este domingo, y días anteriores en España, nos han mostrado como las instituciones educativas han dejado su labor pedagógica para dirigir el pensamiento de los más pequeños siguiendo el ejemplo de las más rancias y terribles dictaduras. Hemos podido ver imágenes de niños llorando, asustados porque sus padres los han hecho partícipes de manifestaciones políticas. Hemos comprobado, con asombro, que el derecho que tienen los menores de ser protegidos, cuidados y no manipulados, se ha visto vilmente vulnerado.
En la Declaración y en la Convención citadas anteriormente, se habla del derecho a jugar, de aprender, de crecer en un ambiente de felicidad, amor y comprensión. ¿Dónde estaban esos derechos el domingo? ¿Dónde estaban las semanas previas? ¿Somos capaces de denunciar a un colegio por usar una foto de nuestro hijo sin nuestro consentimiento, pero luego le negamos al niño la capacidad de reír por unas horas, haciéndole llorar en una manifestación? ¿En qué nos hemos convertido si no somos capaces de cuidar a los más indefensos?
Ojalá reflexionemos un poco sobre todo esto y seamos generosos con los que más nos necesitan, dejemos a un lado pasiones y sentimientos, ideologías y estrategias, para darles sólo amor y una buena educación.
Y que nadie trate de justificar su comportamiento apelando a que otros también han hecho mal, esa sólo es la excusa que usan los cobardes para no afrontar sus responsabilidades.