Altavoz Europeísta | Por Imanol Lizarraga.
El 23 de octubre de 1989 está grabado a fuego en la memoria de todos los húngaros. En dicha fecha se proclamó la República de Hungría, dejando así atrás décadas de opresión soviética. Como narrado por un caprichoso dramaturgo, el destino del comunismo se fue dibujando día a día. La historia se escribía a cada hora. Volvió el multipartidismo, los sindicatos libres, la libertad de expresión. En marzo de 1990 los húngaros pudieron participar en las primeras elecciones competitivas desde que sus padres y abuelos votaran por última vez en 1947. Surgieron movimientos liberales, socialdemócratas, agrarios y urbanos, de la intelligentsia y de las clases obreras. Un invencible optimismo lo cubría todo. El país parecía dirigirse irremediablemente al progreso, al futuro, a Europa. Y a su alrededor, los demás Estados de la órbita soviética caminaban al ritmo y en el mismo sentido.
Lo describió de una forma un tanto pretenciosa el politólogo norteamericano Francis Fukuyama: ¡era el fin de la historia! ¡La democracia liberal había ganado! ¡El autoritarismo, la dictadura serían motas de polvo en los libros de historia europea! ¡Era tan evidente!
Y sin embargo, no podría haber estado más equivocado. Hoy aquellos ecos nos suenan a chino, la democracia liberal está más contestada que nunca, y algunos que un día bramaron por la libertad claman hoy contra ella. ¿A quién habría que culpar por este cambio de guión? Desde luego, todos nosotros somos responsables de alguna forma.
Volviendo a Hungría, la carga de la responsabilidad está bastante repartida entre la cúpula política del país. Sucesivas malas decisiones y escándalos gubernamentales acabaron por dinamitar todo el optimismo de un futuro alejado del autoritarismo. Primero llegó el desplome del mayoritario Foro Democrático de Hungría del primer ministro Joszef Antall, que había pilotado la vuelta a la democracia con resultados ciertamente cuestionables. Tras un breve gobierno del ambicioso disidente Viktor Orban a finales de los noventa, llegó el turno del Partido Socialista. Como reconversión del antiguo Partido Comunista Húngaro que había gobernado el país con puño de hierro durante décadas, los socialdemócratas prometían el despegue de Hungría, su confraternación con Europa y, en definitiva, la prosperidad que no acababa de llegar. Y, más importante, se trataba del último dique de contención ante Fidesz, el partido de Orban, que amenazaba con entorpecer el futuro progresista del país. Si bien en aquellos años Fidesz aún no había desarrollado plenamente la iniciativa autoritaria y reaccionaria de la que se enorgullece hoy día, ya amenazaba con sus primeros tintes peligrosos.
Y fue precisamente bajo el liderazgo de este Partido Socialista en que se selló el destino de Hungría. No sólo se incumplieron la mayoría de propuestas políticas, sino que además se mintió abiertamente a los votantes. Un polémico discurso a puerta cerrada del por entonces primer ministro Ferenc Gyurcsány supuso la gota que colmó el vaso. Admitía en privado y ante miembros de su partido que el gobierno no sólo no estaba haciendo nada relevante, sino que además se mentía conscientemente al público diariamente para dar una imagen de prosperidad completamente falsa. Su suerte estaba echada. En las elecciones de 2010 el Partido Socialista perdió más de 1.300.000 votos, pasando de un 43% de los votos en 2006 a apenas un 19%. Además, arrastró consigo a los pequeños partidos liberales de su coalición. Al otro lado del espectro político, Orban recuperaba el poder, obteniendo más de la mitad de los votos. La población húngara, cansada de falsas promesas buscaba cobijo bajo el ala de un proyecto político que, al menos, mostraba certezas y tenía las ideas claras.
Hoy Viktor Orban lidera un proyecto sin rival cuya amenaza trasciende las fronteras de su pequeño país y llega hasta los pasillos de Bruselas. Muchos se llevan las manos a la cabeza. ¿Cómo pudo pasar algo así? ¡Si la democracia liberal estaba garantizada! Y sin embargo, ha pasado, y ante sus propios ojos. El exprimer ministro Gyurcsány trató de recuperar el liderazgo con un nuevo partido, sin recuperar la confianza de la población. Los pequeños partidos liberales y socialdemócratas apenas suman un 20% de los votos conjuntamente, y el principal partido de oposición se encuentra más a la derecha de Fidesz, cerca de las tesis neofascistas.
La evolución del pequeño estado centroeuropeo no es, por desgracia, la única. El mismo camino se ha recorrido recientemente en muchos otros países europeos. El populismo campa a sus anchas, y parece indestructible. Atendiendo a la responsabilidad de los partidos políticos tradicionales el porqué parece más claro que nunca. Durante años se ha dado la democracia liberal por sentada, los escándalos han copado los titulares de los periódicos y el respeto a buena parte de la población ha sido nulo. De hecho, ¿a dónde iban a huir todos esos votantes, si no había más opciones que las establecidas? Sólo hizo falta el canto de sirena de algunos oportunistas como Orban para desmoronar el sistema. Con mensajes sencillos pero directos al corazón, buscando siempre culpables a los problemas más complejos. ¿Y qué armas tienen los partidos tradicionales para combatir contra ello? Se encuentran con las manos atadas por sus promesas incumplidas, desde luego.
Hay algo muy peligroso en creer que las ideas de uno son incontestables. Se adopta una postura cómoda, y entonces no se defienden las mismas ideas todo lo que uno debería. Y aun así, es fácil caer en la tentación de creer que con llevar razón es suficiente. Las ideas hay que defenderlas todos los días. Porque seguirá habiendo quien las cuestione, incluso con razones de peso, y entonces se estará a merced del rival, sin poder marcar el ritmo de baile, y defendiendo un territorio ya saqueado.
Imanol Lizarraga es miembro de Europeístas.