En Minuto Crucial | Por José Francisco Sigüenza
Desde hace unos años, todos los años es lo mismo. Mira que nos gusta a los españoles dividirnos y darnos de garrotazos como en el cuadro aquel de Goya. No contentos con las dos Españas de Machado ahora han venido los americanos a sembrar la discordia con el dichoso “jalogüin” y nosotros, claro está, entramos al trapo como buenos miuras y embestimos disfrazados de enfermera zombi, al capote que nos muestran los defensores del buñuelo español.
No tenemos remedio. Mira que es sencillo disfrutar de todo un poco, pues no, mucho mejor vestirnos de quijotes y, lanza en astillero, poner a parir al de enfrente.
Esto que ya de por si es bastante triste, por lo ridículo de la discusión y lo estéril de la misma, se vuelve un poco más gris si rascamos un poco y analizamos lo que reivindica celebrar de un lado que no es otra cosa que la muerte.
Ayer, que para muchos era fiesta de guardar, decía el sacerdote en la homilía sin disimular ni tan siquiera un poquito lo poco que le gusta que hayamos importado esta tradición yanki, que la fiesta de las calabazas y del truco o trato, nace del temor natural que tiene el hombre a la muerte y que, en un desesperado intento de vencerlo, nos impulsa a hacerle burla a la negra dama de la afilada guadaña mediante disfraces. La verdad es que no sé si esto es cierto, pero no creo que nadie se disfrace para burlarse de la muerte porque estoy convencido que pocos piensan ya en ella.
Y es que los pobres buñuelos, las castañas y la muy extremeña chaquetía, tienen todas las de perder ante los caramelos y las calaveras mexicanas porque nadie en su sano juicio prefiriere pasar el día poniendo flores a sus seres queridos, limpiando sus sepulcros o simplemente echándolos en falta a irse de juerga con la cara pintada de pirata. Nadie querría pasar así un día porque ante la falta de un ser querido es casi imposible preguntarse dónde estará, si habrá un más allá y eso es tremendamente aburrido y lo que es peor, puede darnos muchos dolores de cabeza. Y aquí es donde quería llegar yo.
La semana pasada hablaba en este minuto crucial de la importancia de enseñar a pensar y de no abandonar la filosofía y este día de difuntos me lleva de nuevo a lo mismo. Vivimos en una sociedad en la que el culto al instante y a lo inmediato hace que no nos planteemos qué puede haber más allá, si somos algo eterno o hay un principio y un final claro para cada uno de nosotros. Lo resolvemos todo con un “no hay nada” o un “da igual lo que haya” despreciando de un plumazo toda una serie de interrogantes sin resolver. Por supuesto, si no nos paramos a pensar en algo tan real como la muerte, imagínense lo que es plantearse para qué estamos en este mundo o cuál es el sentido de la vida.
Así la calabaza está venciendo a la castaña y así, como calabazas huecas se están quedando nuestras cabezas. La culpa, por supuesto, de la guerra en Ucrania o del cambio climático.